Estás tumbado
al sol en la hierba. Sobre ti hay un haya. Una ligera brisa mece las ramas más
finas y agita las hojas. Desde lejos, este movimiento constante de las hojas
parece nieve verde cayendo delante de la superficie verde del árbol, igual que
en tiempos parecía caer nieve plateada delante de las pantallas grises de los
cines.
Con los ojos
semicerrados miras hacia arriba. Los tienes semicerrados porque estás mirando
fijamente. Una rama se prolonga más que las otras. Es imposible contar las
hojas que tiene. El cielo azul que ves a través y alrededor de estas hojas es
como el papel blanco entre las letras y las palabras. Parece que su
distribución contra el cielo no es arbitraria. Te preguntas de pronto si no
será posible explicar su secuencia como uno puede explicar la secuencia de las
letras y de las palabras en un libro. Entonces descubres una imagen que, como
un buen profesor, da dirección a tus confusos pensamientos. Para poder llegar a
existir, te dices a ti mismo, todo debe traspasar el centro mismo de una diana.
Todo lo que no logra dar en el centro sencillamente no existe. Pero a menudo
las palabras de un profesor se tornan decepcionantes cuando desaparece. Así que
vuelves a intentar comprender por qué puede decirse que esa rama representa la
totalidad de la primavera... Pensando así es posible que seas un filósofo, pero
no creo que seas un pintor.
Estás tumbado
con la cabeza apoyada en la chaqueta cuidadosamente doblada. Calculas que el
árbol tendrá sus buenos dieciocho metros. ¿Puedes descubrir algún brote?
Entornas los ojos. Ya no queda ninguno. Aquí todo va por lo menos un par de
semanas más adelantado que en el pueblo. Desde luego, esto está más bajo, y
protegido por las Downs. Entonces intentas distinguir unas flores apenas
visibles. La rama está muy alta y hay demasiada luz. Recuerdas que durante las
hambrunas la gente comía frutos de haya. No es de extrañar, pues el haya
pertenece a la misma familia que el castaño; y a los cerdos se les suelta en
los hayedos durante el otoño. Claro, que los cerdos comen de todo. Sigues la
rama con la mirada. Parece el contorno de la pata trasera de un caballo vista
de lado. Te está entrando sueño, pero cuando miras hacia arriba te imaginas
lanzando una cuerda sobre la rama. Ahora ya no piensas, te dejas llevar, y
tienes los ojos casi cerrados. Aun así, las palmas de las manos y las corvas se
tensan al recordar cómo trepabas por ramas retorcidas parecidas a éstas cuando
eras niño. Para ti, las partes del árbol están ahí a fin de ser sometidas de
una u otra manera... pero no a través de la pintura.
Cierras los
ojos distraídamente de vez en cuando. La imagen del entramado de hojas se
mantiene un momento impresa en tu retina antes de desaparecer, pero ahora es de
un rojo intenso, del color de un rododendro muy oscuro. Cuando vuelves a abrir
los ojos, la luz es tan radiante que tienes la sensación de que rompe contra ti
como las olas, recordándote que no eres más que una pequeña isla en la hierba.
Te das cuenta de que hay niños jugando a tu alrededor, y por alguna asociación
demasiado rápida como para que aciertes a constatarla —aunque la recordarás más
adelante— te maravillas ante los muchos pájaros que puede esconder un árbol. Al
atardecer, cuando alguien se acerca, una bandada de cuarenta o cincuenta
estorninos puede dispersarse desde un solo espino y describir un círculo en el
cielo, como pájaros pintados en un abanico abierto de golpe y después cerrado
lentamente. El árbol está lleno de sucesos, imaginados y recordados. Pero para
ti, ante todo, el árbol existe en el tiempo; su tamaño, su verdor, y las
razones del hombre que originariamente lo plantó, no menos que las razones del
hombre que podría ordenar que lo talaran, te recuerdan este hecho. De pronto te
das cuenta de que el cielo no es de un azul uniforme. Sobre el árbol hay un
trazo vertical de un azul más pálido, ramificándose desde su extremo superior
en varias direcciones. De hecho, es como si fuese un árbol, te dices. Ahora lo
observas convertirse en la cabeza de un león... Estás usando los ojos, como un
poeta, quizás, pero no como un pintor.
No miras. ¿Qué sentido tiene tumbarse si
también tienes que usar los ojos? A ratos escuchas el viento. Las hojas suenan
como arena que cae. Cuando despiertas, miras hacia arriba con mucha cautela.
Ves verde, azul, verde mezclado con suciedad, blanco. El verde ha eliminado
cualquier trazo de amarillo del azul. Sobre esto no hay duda, pero todo lo
demás es confusión. Sin concentrarte demasiado, y como si estuvieras usando las
manos, comienzas a poner orden entre lo que puedes ver. Imitando la habilidad
de las vendedoras de flores, que saben exactamente qué vara poner con otra,
aprendes a distinguir las guirnaldas de follaje, adjudicando a cada una su rama
y su correcta posición en el espacio. Comienzas a revisar los ángulos de las
ramas, no como un matemático, sino como lo haría un mecánico. Haces lo que
puedes por empequeñecer el árbol, por reducirlo a un tamaño y a una sencillez
accesibles. Vuelves a cerrar los ojos, pero ahora te estás concentrando. Estás
pensando en tu propio cuadro. ¿Cómo debe conformarse para admitir semejante
árbol? ¿Cómo puede colocar semejante árbol en el lugar que le corresponde? Poco
a poco empiezas a imaginarlo apareciendo en tu cuadro. Y aun así, por el
momento no es más que un trazo salido de tus dedos, como el campanario de la
iglesia y el párroco. Pero tú no eres un leñador. No puedes mover ni
transportar árboles. Tampoco puedes plantar sus semillas en tierra propia.
Cuando abres los ojos para mirar al verdadero árbol, intentas con todas tus
fuerzas verlo como imaginaste tu árbol pintado. Pero no puedes. Se mantiene
ahí, alzándose contra el cielo. Vuelves a hacerlo pequeño. Cierra otra vez los
ojos. Revisa el árbol que pertenece a tu cuadro. Abre y compara. Está más
cerca, pero el haya todavía se eleva y resplandece sobre ti. Una vez y otra. Y
así puede que permanezcas tumbado hasta que llegue la noche... y seas un
pintor.